Una poética de la amargura
Por Alejandro Castellote para revista RARA, Guatemala

Afirma Kandinsky en De lo espiritual en el arte que “toda obra de arte es hija de su tiempo […] Cada periodo de la cultura produce un arte propio que no puede repetirse”. Un aserto que encaja perfectamente con la producción de Marcos López, tanto la que inicia en los años 90 con Argentina Pop, como su expansión natural hacia el Pop Latino, la serie que produce en el tránsito al nuevo milenio y que habría de afianzar su personal gramática visual como un elemento fundamental de su obra.

Antes de trasladarse a Buenos Aires, Marcos López había iniciado su relación con la fotografía en su ciudad natal –Santa Fe- a finales de los años setenta. “Comencé a hacer fotos con una clara y decidida vocación expresiva. Era la dictadura, pero en mi familia y en el entorno de clase media donde nos movíamos, no se tenía plena conciencia del horror del terrorismo de estado, de los secuestros, de los campos clandestinos de tortura… Yo iba a un colegio de curas. Luego estudié ingeniería, pero indudablemente tenía una necesidad interna de expresarme con la imagen muy fuerte, porque desde que tomé las primeras fotos, desde que entré por primera vez a un cuarto oscuro, no lo dejé más. Trabajaba de un modo totalmente autodidacta, un día hacía puestas en escenas “pseudo-surrealistas”, al día siguiente hacía fotos de reportajes de familias de extrema pobreza viviendo en vagones de tren o conciertos de rock; pedía un teleobjetivo prestado y fotografiaba partidos de rugby en el campo de deportes de mi escuela para luego vendérselas a los jugadores… Indudablemente quería ser fotógrafo. No me gustaba la sensación de ser un niño de clase media-acomodada que usaba la fotografía como hobby. Veía con cierta admiración a los fotógrafos profesionales de mi ciudad. Los iba a visitar, a ver cómo revelaban, a comprarles cosas usadas. También participaba del “Fotoclub Santa Fe” que, como todos los fotoclubes, son instituciones de aficionados con presidente y comisión directiva; allí se hacían concursos, se juzgaban las fotos con reglas que eran realmente graciosas, ultra-ortodoxas en cuanto a la composición o el “mensaje” que debía tener una imagen. Cada vez me siento más convencido que uno de los ejes de mi obra está en eso. En esa moral, en ese catolicismo provinciano, en esos códigos de buen o mal gusto. La relación interior-capital, pueblo chico-ciudad grande, buenos y malos, ricos y pobres."

Marcos López es reconocido como uno de los artistas más significativos e influyentes de Latinoamérica, lo que le somete a una particular esquizofrenia: reivindica su condición provinciana pero vive en Buenos Aires, reniega de la parafernalia del arte contemporáneo pero es solicitado continuamente para participar en eventos de ese tipo, tiene un conflicto permanente con Europa pero es ahí donde más vende. “Uno convive con la contradicción. Yo trato de ser sincero, de ser honesto con la gente con que me rodeo, con el espíritu de mi obra. Como ejercicio de salud trato de poner el conflicto arriba de la mesa. La desigualdad social, las corruptas democracias con las que convivimos son temas con los que uno de algún modo hace un pacto de silencio. Es una sensación de escepticismo mezclado con vergüenza, complicidad y falta de oxígeno. La condición provinciana es una mezcla de orgullo gauchesco y falsa modestia, mezclados con complejo de inferioridad que a mí me sirve como disparador creativo.”

En mi opinión, su Asado en Mendiolaza (2000) marca un punto de inflexión en su trabajo y en su reconocimimiento internacional: ninguna otra fotografía ha podido sublimar con mayor inteligencia y nitidez el final de siglo en Argentina y por extensión en el continente. En la segunda mitad del siglo XX, otra imagen –El Che de Alberto Korda- se había convertido en ícono pop latinoamericano, pero mientras que en la foto de Korda el protagonista es un hombre público idealizado y elevado a la categoría de héroe en convivencia con el poder de la revolución cubana; en el remedo de la Última Cena que escenifica Marcos López los protagonistas son amigos, en su mayoría artistas plásticos de Córdoba, y su indumentaria ha perdido el color verde oliva de los guerrilleros revolucionarios; los artistas llevan la camiseta de los nuevos héroes, los futbolistas. Son más banales, pero también son más humanos. El Asado en Mendiolaza permite además, a través de ella, contemplar las mutaciones formales y conceptuales que se han producido en la fotografía de Latinoamérica en la década de los noventa: entre ellas, la ruptura con el academicismo documental y la sustitución de los mitos por los protagonistas anónimos de la historia.

En la historia del arte, los retratos de los poderosos nunca tuvieron como máxima prioridad el parecido con el personaje pintado; dado que la mayoría de la gente ignoraba la apariencia real del sujeto, lo más importante era representar su poder a través de la pose, las ropas y los ornamentos, todo ello enmarcado en un escenario grandilocuente que subrayara la dimensión mayestática del personaje. Del mismo modo, pero en la escala de lo cotidiano, en las fotografías de Marcos López los héroes anónimos no tienen rostros reconocibles; incluso los mitos locales -pongamos por ejemplo la figura de Carlos Gardel o de Perón- son copias precarias del original. Desde la teatralidad de sus imágenes emergen actores en los que nos podemos reconocer gracias a la textura iconográfica con que los contextualiza. Esa que él llama “la textura del subdesarrollo” es la que se convierte en símbolo de una sociedad que a menudo ha basado su identidad en los referentes prestados por las culturas centrales. En sus fotografías se solapan muchas capas semánticas que aluden a diversos aspectos de esa Latinoamérica mestiza omnipresente en su obra.

Así en Autopsia (2005) no sólo coinciden las referencias a la Lección de Anatomía de Rembrandt o al testimonio de la muerte del Che que registrara Freddy Alborta en 1967; el escenario remite a los centros de detención que se usaron durante la dictadura y el cambio de género al que somete al cadáver también habla lateralmente de esa ración extra de violencia que sufren las mujeres en el continente americano y, por extensión, en el resto del mundo. Una violencia más sorda, invisible en los grandes postulados reivindicativos de los partidos políticos, y que apenas dispone de símbolos icónicos en el masculino santuario latinoamericano de mártires populares. También en Sireno del Río de la Plata (2002) conviven diferentes referencias en grado de simultaneidad: detrás de la evidente mención a la Sirenita de Copenhague, cambiada de genero y mutado su recoleto escenario por el de la rivera de un río plagada de residuos, sale a la superficie la memoria de la dictadura militar argentina que arrojó a los disidentes a esas aguas que ahora aparentan tranquilidad. En la obra de Marcos López la tragedia acecha permanentemente a la sonrisa. Quien quiera verlo desde esta óptica, encontrará en el Asado en Mendiolaza el territorio intermedio entre la cita a Da Vinci y a esa escena de la película Viridiana de Luis Buñuel en la que los desclasados se apropian de la comida en la mansión de los burgueses.

La obra de Marcos está plagada de menciones a la cultura contemporánea y se surte de los referentes iconográficos que el cine, la música o las series de televisión han incorporado a nuestro imaginario colectivo. Su discurso no pretende llamar mansamente a las puertas de Occidente mediante la clonación de las tendencias artísticas dominantes. Mas bien reivindica su condición híbrida. A ese respecto, suele decir Marcos López que su obra es hija ilegítima de Diego Rivera y Andy Warhol. Contiene el relato didáctico de la historia que emerge de los murales del primero y la elevación de lo popular y lo cotidiano a la categoría de arte que abanderó el segundo; pero en mi opinión aflora también el poso de la pintura religiosa, del barroco colonial como paradigma del sincretismo en el arte latinoamericano. De nuevo un canon impuesto y de nuevo un paradigma subvertido. En sus fotografías los arquetipos han sido sometidos a una suerte de piñata, como celebración amarga de un paraíso prometido que una y otra vez se confirma como estafa. En tanto que celebración se hacen visibles la estridencia, el exceso y la sátira, pero sus puestas en escena remiten a menudo al momento posterior a la fiesta: al crudo regreso a la realidad. Su crónica social no se apoya en la tradición de la fotografía documental “comprometida” que predominó en Latinoamérica durante muchas décadas del siglo XX, pero no por ello sus imágenes renuncian a ser documentos. Son documentos en forma de parodia, pero documentos al fin y al cabo. De ellos extraemos una información adicional de orden económico, cultural, político y social aunque no esté adscrita a un momento decisivo, sino más bien a momentos híbridos de realidad y ficción, dotados de una temporalidad que se expande desde el presente hacia el pasado, para no olvidar de dónde venimos aunque no sepamos a dónde vamos. Frente a ese instante decisivo que fue bandera para el documentalismo del siglo pasado, Marcos López demora la construcción de su imagen a la intervención de ese segundo obturador que es la manipulación digital. Mediante esa herramienta adopta el rol de director de escena, coreografiando la posición y el gesto de los actores y responsabilizándose de todos los elementos que se incluyen en la imagen. Busca la complicidad de los espectadores desde una gramática que debe mucho al cine, al teatro, al cómic y a los tableaux de la pintura clásica: todos sabemos que eso que él denomina “una crónica socio-poética” de su entorno es ficción, pero reconocemos la concordancia de las emociones representadas con las que vivimos en la realidad.

La teatralización es para Marcos López uno de los lenguajes más en sintonía con el modo en que la sociedad se representa a si misma. Y no es el único que opina de ese modo: un artista chino, Wang Qingsong, cuya obra está basada en la puesta en escena, se define también como fotógrafo documental y reconoce en la obra de Marcos una relación fraterna con la suya. Ninguno de los dos hace un ejercicio de cinismo: se sirven de las gramáticas visuales mas comprensible para la sociedad para hacer un relato crítico del tiempo en que vivimos. La globalización también significa reconocer una sincronía de pensamiento entre personas pertenecientes a culturas dispares. Qingsong y López, como muchos artistas contemporáneos, hacen una utilización productiva de recursos anteriores, adaptándolos a nuevos contextos y apuestan por lenguajes híbridos a menudo vinculados a las tradiciones artísticas locales o universales; pero ese ejercicio de subjetivación no significa necesariamente un abandono de su compromiso social ni una frivolización. Una cosa es que no se desprendan de su “conciencia ética” y otra que adopten un rol mesiánico que aspire a cambiar el mundo con sus fotografías o liberar a los marginados de su miseria.

En los ultimos años, Marcos López ha minimizado el carácter sarcástico de sus imágenes; se ha ido alejando del humor y, como él mismo declara, “he dejado que mi propio dolor salga a la luz sin pudor; para conectarme con lo trágico de la condición humana, con mis duelos, la insensatez y crueldad del mundo actual…”. Pero también ha profundizado en un ejercicio de mestizaje formal que ya abordó en la década anterior: presta sus obras para instalaciones efímeras, colabora con pintores hiperrealistas de Iquitos para transformar sus fotografías en lienzos remedando los foto-oleos que realizaron algunos pintores de comienzos del siglo XX a partir de fotografías –veasé el caso de Juan Manuel Figueroa Aznar y Martín Chambi en Cuzco-, modifica algunas de sus obras convirtiéndolas en esculturas de estética popular, probablemente hastiado de la pedantería que abunda en el arte contemporáneo, da talleres en Europa y Latinoamérica, es activo en las redes sociales y regresa, muchos años después, al video documental refrescando su formación en la Escuela de cine de Santa María de los Baños, Cuba. El protagonista del documental que ahora está terminando de grabar es un cantante popular argentino ya retirado; a través de él hace un recorrido polisémico por esa textura subrealista criolla que siempre ha sobrevolado su obra. Dice que le gustaría retirarse y dedicarse a la pintura: “Escuchar música, tomar mates, pensar durante media hora si ponés una pincelada azul de ultramar o azul cobalto. La pintura se puede convertir en un acto de meditación, de introspección… Ya hay demasiadas películas y demasiadas fotos”; así que viaja siempre acompañado de un cuaderno y de sus acuarelas, buscando casi compulsivamente la soledad.

Se dice del escritor chileno Roberto Bolaños que es uno de los últimos escritores panamericanos y podría decirse lo mismo de la fotografía de Marcos López, sino fuera porque su influencia y el calado de sus relatos visuales atraviesan las fronteras geográficas y trascienden las lecturas locales, a pesar de que su universo, ya se ha dicho, remite voluntariamente a su entorno cercano; así lo afirma en el texto que escribió para la exposición que le dedicaron hace unos años en el museo más importante de su Santa Fe natal: “Miro. Me gusta hablar de lo de acá. Universalizar la textura emocional de los recuerdos, las escenas de infancia, mezclarlos con lo que técnicamente se llama “color local” y sentir, creerme que estoy haciendo una crónica socio-política de la época, aunque esté pensando en el olor de la maestra de primer grado.”