Perteneces a una generación de fotógrafos que, en todo el mundo, hubieron de hacer una especie de travesía del desierto, dado que la fotografía era poco o nada considerada en el panorama artístico de sus países. ¿Cómo afrontaste la escasez de perspectivas? ¿Cuáles fueron tus inicios?
Comencé a hacer fotos con una clara y decidida vocación expresiva. A fines de los años setenta, en Santa Fe, una ciudad del interior de Argentina. Era la dictadura, pero en mi familia y en el entorno de clase media donde nos movíamos, no se tenía plena conciencia del horror del terrorismo de estado, de los secuestros… Yo iba a un colegio de curas. Luego estudié ingeniería, pero indudablemente tenía una necesidad interna de expresarme con la imagen muy fuerte, porque desde que tomé las primeras fotos, desde que entre por primera vez a un cuarto oscuro, no lo dejé más. Trabajaba de un modo totalmente autodidacta, un día hacía puestas en escenas “pseudo-surrealistas”, al día siguiente hacía fotos de reportajes de familias de extrema pobreza viviendo en vagones de tren, conciertos de rock, pedía un teleobjetivo prestado y fotografiaba partidos de rugby en el campo de deportes de mi escuela para luego vendérselas a los jugadores… Indudablemente quería ser fotógrafo. No me gustaba la sensación de ser un niño de clase media-acomodada que usaba la fotografía como hobbie. Veía con cierta admiración a los fotógrafos profesionales de mi ciudad. Los iba a visitar, a ver cómo revelaban, a comprarle cosas usadas. También participaba del “Fotoclub Santa Fe”, que como todos los fotoclubes son instituciones de aficionados con presidente y comisión directiva, allí se hacían concursos, se juzgaban las fotos con reglas que eran realmente graciosas, ultra-ortodoxas en cuanto a la composición o el “mensaje” que debía tener una imagen. Cada vez me siento más convencido que uno de los ejes de mi obra está en eso. En esa moral, en ese catolicismo provinciano, en esos códigos de buen o mal gusto. La relación interior-capital, pueblo chico-ciudad grande, buenos y malos, ricos y pobres...
¿Cómo era en tu opinión la fotografía argentina de los 80?
Cuando llegué a Buenos Aires, enseguida me puse a conocer fotógrafos, me dieron una beca del Fondo de las Artes, trabajaba free-lance en revistas de Rock, y lo que más me importaba era generar imágenes con valor documental-artístico, si es que vale el término. No me importaba ganar dinero, ni aprender a hacer fotos publicitarias , o de moda. Eso era visto como frívolo, o “sin compromiso social”, que era la consigna que se respetaba y a la que yo me adhería de un modo natural.
Comenzamos a armar grupos de fotógrafos para aprender juntos, hacer criticas de nuestros trabajos, exposiciones y trabajar para que la fotografía fuera valorada como “arte”. Tenía un grupo llamado “Núcleo de autores fotográficos”. Hablábamos de fotografía de autor, para diferenciarla de la comercial. También me juntaba con artistas plásticos que hacían instalaciones, perfomances; gente que fue clave en mi formación, como Liliana Maresca , que murió muy joven. Ella convocaba gente en su casa de San Telmo y organizaba muestras multidisciplinarias. Había en Buenos Aires una explosión de libertad post-dictadura y yo andaba en el medio de todo eso tratando de encontrar quién era, tratando de crecer.
¿Había algún país que os sirviera de referente dentro de América Latina, o mirabais siempre hacia EE.UU. o Europa?
México. Álvarez Bravo, su escuela y sus “discípulos”, digamos. Graciela Iturbide, Pedro Meyer, Pablo Ortiz Monasterio… me interesé por los Coloquios Latinoamericanos de Fotografía que se hicieron en México D.F., en Caracas y en La Habana, que se organizaban para discutir el rol del fotógrafo, la identidad… Siempre tuve una vocación de ampliar mi horizonte hacia “la inmensa América”. Todavía viviendo en Santa Fe, ya me había largado a descubrir Cuzco, Machu Pichu, el lago Titicaca… Recuerdo que me compré un pasaje de avión y sin que me invitaran fui al coloquio de La Habana, en el año 1984, creo. De repente en un momento entró Fidel al Palacio de Convenciones y habló como cuatro horas… También recuerdo algunas reuniones con Humberto Rivas, que venía de Barcelona, y nos mostraba sus fotos “perfectas”, traía algunas revistas… A mí me parecía algo de otro mundo. De una calidad inalcanzable.
Dices a menudo que siempre has querido que en tus fotos se reconociera que eres un fotógrafo, primero argentino, y después latinoamericano. ¿Por qué?
Intuitivamente, siempre puse el eje central de mis imágenes en la “textura del subdesarrollo”, en la identidad, en tratar de generar un discurso propio. Digamos que mi columna vertebral estética esta en la mezcla de texturas del suéter de Doris, tejido por su madre, con el empapelado que esta atrás. Mis miedos son sus miedos. Mis represiones, mi resentimiento, mi dolor, mis historias de inmigración, mis elementos de status social, son los de ella. Se puede decir que “Soy Doris”.
Con frecuencia me preguntan desde ambos lados del Atlántico ¿cuál es la razón que empuja a tantos artistas latinoamericanos hacia el tema de la identidad?
Las palabras “identidad” y “memoria” (memoria, por ejemplo, tiene una connotación muy delicada en Argentina, porque se la asocia directamente a la impunidad, al plan genocida de la dictadura militar en los años setenta) corren el riesgo de vaciarse de significado y terminan siendo una frase hecha cuando se las usa en el arte contemporáneo. Más aún en la fotografía. Cualquier foto tiene que ver con la identidad, con la memoria, con la realidad y con el paso del tiempo. Yo creo que hasta mis fotos de publicidad, cuando pongo mi oficio en función de vender teléfonos celulares, tienen “identidad periférica” y transpiran subdesarrollo, porque trato de usar de modelos a mis vecinos para divertirme trabajando con amigos, alquilo muebles baratos para la escenografía, le pido al maquillador que también haga el peinado que total es fácil y, ya que está, que opine de la dirección de arte y del vestuario. Es gracioso, pero hoy casualmente, fuimos a un acto del 12 de octubre en la escuela de los niños, el día del “descubrimiento de América” que antes se llamaba “El día de la raza” , y estaban unos disfrazados de indios –supuestamente latinoamericanos- pero se habían puesto una pluma tipo comanche, o piel roja, o sioux, y luego vinieron otros que eran los españoles con unos palos de escoba y unas banderas y no quedó muy claro si los raptaban, o los mataban, o bailaban juntos… En el discurso inaugural, después del himno nacional, la maestra dijo con cara muy compungida, muy solemne, al presentar el acto: “Porque lo importante es la memoria…” y luego hizo un silencio. Y dio por entendido que todos sabíamos de qué se hablaba.
¿Qué opinas de esa etiqueta “artista latinoamericano” que tanta esquizofrenia genera? ¿Piensas que ha llegado el momento de desprenderse de ella? ¿Crees que ha podido ser útil como estrategia de acceso a la visibilidad, de posicionamiento político o de mercado?
Es imposible desprenderse de esa etiqueta, porque los que consumen, que son la otra parte del negocio, necesitan de esa etiqueta, los que “somos la etiqueta” no sabríamos que hacer fuera de ella… Emocionalmente, como me gusta responder, la pregunta me trae una imagen del film Buena Vista Social Club; hay una escena en que los maestros de la vieja trova cubana caminan por Nueva York y se deslumbran por unos souvenirs de Groucho Marx, de mala calidad, compran estatuas de la libertad de miniatura; suben al World Trade Center; se divertían, pero estaban contando los minutos para que terminasen los cinco días que faltaban para volver a La Habana a conversar sobre el juego de béisbol con el vecino de la esquina.
Tal vez habría que hablar sólo de gestos, de poéticas que emocionan y listo. David Hockney –que es inglés- pintó a una pareja de millonarios coleccionistas de arte, seguramente por encargo, en el patio de su casa de California y a mí me dan ganas de llorar cuando veo esa sencillez de trazo, el color…Cuando voy en auto, en los congestionamientos de tránsito, pongo un mp3 de Lola Flores cantando sevillanas o de María Bethania hablando algo de un amor que ya se fue, o simplemente de la lluvia, o el mar, con ese idioma tan maravillosamente perfecto que es el portugués; me parece que la vida sólo tiene sentido por el hecho de que exista Bethania y uno tenga la posibilidad de escucharla.
Cada vez tengo más ganas de quedarme en mi barrio. Hoy fui a comer a un restorán, donde voy siempre, solo, frente al Parque Lezama en San Telmo, y la dueña desde la caja me gritó que me vió en la tele, hablando en un canal de arte y dijo una palabra en lunfardo, que se acompaña con un gesto con la mano girando el dedo índice: “Cuánto chamuyo!!!”, que significa algo así como cuánto “bla, bla, bla…”. Le contesté sin pensar: “Y…, de algo hay que vivir…”
Ese momento tuvo que ver con mi relación de pertenencia con Buenos Aires, que es algo muy difícil de sentir para los que somos del interior.
Reivindicas tu condición provinciana pero vives en Buenos Aires, reniegas de la parafernalia del arte contemporáneo y participas en todos los eventos de ese tipo, tienes un conflicto permanente con Europa pero es donde mas vendes. ¿Lo vives como una contradicción o como un ejercicio de madurez?
Uno convive con la contradicción. Yo trato de ser sincero, de ser honesto con la gente con que me rodeo, con el espíritu de mi obra. Como ejercicio de salud trato de poner el conflicto arriba de la mesa. La desigualdad social, las corruptas democracias con las que convivimos son temas con los que uno de algún modo hace un pacto de silencio. Es una sensación de escepticismo mezclado con vergüenza, complicidad y falta de oxígeno. La condición provinciana es una mezcla de orgullo gauchesco, falsa modestia y complejo de inferioridad que a mí me sirve como disparador creativo. Y en relación con Europa… ¿ Que puedo decir? Europa es Europa. Es como decir mamá y papá. Europa son varias Europas así como Latinoamérica son muchas Latinoamericas…
Acá todos tenemos por lo menos tres abuelos españoles, y todos los bares de la esquina están atendidos por “gallegos”. Una cosa es España, la “Madre Patria” y otra cosa es Londres, París, que para nosotros los argentinos siempre fue sinónimo del refinamiento y el buen gusto. Las pocas veces que fui a Londres, tuve la certeza de que no me iban a dejar entrar. Muestro el pasaporte con miedo. El guarda de aduana se me presenta como si fuera un juez y yo un inmigrante ilegal que suplico por entrar. Algo parecido, pero con mayor grado de paranoia, me pasa con los Estados Unidos. Sólo que ya no me dan ganas de ir. Creo que pronto hasta Nueva York va a dejar de interesarme.
Tus últimas obras parecen destilar mas dolor que sarcasmo ¿se corresponde eso con un cambio en tu manera de ver la vida?
Los cambios obedecen a varios factores, desde cosas muy simples, como que me aburrí de tanto colorinche del Pop Latino, o que uno se trata de demostrar a sí mismo –y a los demás- que puede hacer otra cosa. Me parece que me fui alejando del humor, y dejando que mi propio dolor salga a la luz sin pudor, conectarme con lo trágico de la condición humana, con mis duelos, la insensatez y crueldad del mundo actual… Entonces, aparece la tinta roja como simulacro de la sangre, como puesta en escena del dolor. Las lágrimas de sangre de Rogerio, el joven negro que está con el avión, se mimetizan con su sudor y se evaporan para renacer en otras sangres. Como el dibujito del ciclo de la lluvia que uno aprendía en la escuela primaria. Ayer leí en el diario que en Irak murieron 650 mil civiles desde 2003 hasta ahora. La cifra sola dice todo lo que hay que decir sobre el mundo actual, el arte, la política, la moda y el diseño de muebles de cocina.
Tu formaste parte de la primera generación de alumnos en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños en Cuba, ¿qué supuso para ti esa experiencia?
Lo que menos aprendí fue cine. Nunca me gustó prestar atención en las clases, tampoco tengo paciencia para mirar películas… Lo más importante de esa experiencia fue sentir como propios los distintos países de América Latina a través de la amistad que establecí con los compañeros de curso, mi hermandad, ya que éramos de toda América.
Desde que comienzas la serie Pop Latino actúas como un director de escena, coreografías a los personajes, dramatizas la iluminación, orientas los gestos de los actores, controlas cada objeto, cada detalle del vestuario ¿la personalidad de tu obra y tu formación en la Escuela de cine, te podrían empujar a dirigir una película o a experimentar con el video?
Varios amigos me han preguntado mas o menos lo mismo: ¿Cuando vas a hacer cine?... Hice varios videos mezclando puesta en escena con documental y me gustó. El cine me parece algo imposible. No soportaría estar cinco años consiguiendo dinero para una película, me canso de los sets, de conversar con la gente, me canso de que la responsable del vestuario me pregunte si me gusta más el vestido marrón claro o marrón oscuro… Siempre digo que me gustaría retirarme y dedicarme a la pintura. Escuchar música, tomar mates, pensar durante media hora si ponés una pincelada azul de ultramar o azul cobalto. La pintura se puede convertir en un acto de meditación, de introspección… Ya hay demasiadas películas y demasiadas fotos. Me gustaría ir hacia lo religioso. Me gustaría tener mas fe. Como dice mi madre: “Hasta en el amor hay que poner voluntad”.