Los eternos comensales
Por Horacio González

Alguien los mira de frente, nadie está de espaldas, comen ante la eternidad. Estos comensales en éxtasis están dedicados a su tarea; meditativos, ofrecen distintas poses del acto de la alimentación. Los gestos congelados siempre sorprenden porque imaginamos que han detenido una realidad que transcurría en libertad. Pero aquí algo nos interroga y nos causa una indefinible molestia. Los compañeros de mesa parecen estar posando, en un momento infinito de detención del gesto habitual de introducir el alimento en la boca o servir el vino. ¿Es posible fijar la inmortalidad del mínimo acto tan campechano de trozar la carne?

La dialéctica de distribución de alimentos deja a la mesa -ese tablón áspero- entre las viandas que esperan y las sobras que dan testimonio de haber sido tiempo antes una morcilla o una pechuga. Pero allí no parece haber pasado. Esa es la incomodidad que nos invade cuando la escena carnívora y gozosa está como estancada. Son estatuas de carne ante la carne. Sorprenden porque nos muestran la sublime imposibilidad de posar y comer al mismo tiempo, porque están esperando la fotografía como enviada del invisible asador.

La escena del banquete traduce un indefinido agobio. Es que lo que suele estar bien delineado aquí se diluye. Se alivianan los límites entre lo humano y lo animal, los que comen y lo que se come, entre el grupo y el individuo, entres las vestimentas que aluden a equipos de fútbol o a indumentarias negligentes y el personaje central con el torso desnudo. Está mirando al infinito y es el único que lo hace, como si él sí fuera conciente de un estar apolíneo, como un cristo de la fotografía, un divinidad de las achuras y el trozamiento.

No se come para inmortalizarse sino para remarcar la necesaria trivialidad de la comida. Pero de eso tratan las divinidades: pueden mostrar lo sublime en lo ávido, en lo grotesco, en lo cómico. Aquí, entre grasas y migas de pan, ocurre una fundación comunitaria, la ceremonia del comienzo o la despedida. La nitidez uniforme de las figuras, la iluminación sin sobresaltos, el modo arrasador en que los comensales se recortan sobre el paisaje plácido, también contribuye a angustiarnos. La mesa con el estropicio que hacen las cuchillas, los cuerpos de los invitados que reciben la pequeña sombra de las cabezas gachas manducantes o la virginidad del hombre de mirada resignada con su ausente incisión en el costillar de la presa, esbozan una tímida y vulgar sacralidad. Quizás estén pensando en ese momento tan sorprendente qwue une lo sagrado y lo profano, la celebración de los amigos y la pesada ridiculez de las vidas.

Lo que nos perturba de esta magnífica y extraña fotografía de Marcos López es que una saturada escena cotidiana sugiere lo inmaculado y que los ritos de una religión primitiva y sin nombre brotan de inocentes pero provocativos manjares.