Revisitar una y otra vez los lugares ya conocidos es viajar y repensar el sitio donde se vive, donde se crece. Marcos López revisita permanentemente los lugares-frases-olores-recuerdos del pasado: “Miro. Me gusta hablar de lo de acá. Universalizar la textura emocional de los recuerdos, las escenas de infancia, mezclarlos con lo que técnicamente se llama color local y sentir, creerme que estoy haciendo una crónica socio-política de la época, aunque esté pensando en el olor de la maestra de primer grado”. La fotografía lleva al límite la experiencia de generar una imagen en un acto inmediato: Vení, ponete acá que te saco una foto. No respires. Bajá el mentón, un poquito más, un poquito más... te pasaste! Un impulso, sin tomar carrera, no abrir la boca para tomar aire antes de zambullirse, no pensar, para que todos los recuerdos de Gálvez y Santa Fe (la tía Negra, la tía Delia, Susana, los platitos en la pared de empapelado rococó) vuelvan en el tiempo, sobrevivan en imágenes. Un blanco y negro, que se fue apropiando de un color local irritante por lo exageradamente real. Los objetos y personas retratadas se tornan de innegable existencia. Escenografías de cartón pintado traicioneras que de un golpe en la nuca nos despachan su crudeza, más que una crónica policial captada en una fotografía documental.
Redefinir la felicidad para beneficio propio. La casa de Marcos, donde vive con su mujer y sus hijos, es una gran kermesse. No se sabe cual será el objeto, la situación o la acción que hará la imagen. Siempre en alerta, buscando el momento para el inmediato “click” fatal. Esta mezcla de tazones de leche con cereales, mate, libros de arte, computadoras de última tecnología, consolas de sonido, el ipad, el diario, los impuestos, los presupuestos, las escenografías quebrándose sobre el sillón del living, y por arriba de la mesada la pintura chorreada, los chorizos de plástico. Toda la gran escena montada, que de pronto dice: no quiero ser fotografiada… La escenografía real de una vida intensa, vivida como un hecho artístico busca un nuevo camino para reposicionarse. Marcos López chorrea pintura, corta papeles, libros, roba los materiales escolares a los niños y el mantel del desayuno. Todo junto, uno arriba del otro nos muestra que la intensión ya no es retratar, sino vivirlo. Todo impulso. Un camino de búsqueda para redefinir constantemente la felicidad: de cartón, de kermese de pueblo, de caballo pura sangre en el potrero, de gritos carnales. Ahora busca otro rumbo.
Un frenesí disparador, una locura inevitable. Va y viene. Piensa, decide, se arrepiente y vuelve a pensar que el primer intento es el correcto. Entonces, retorna sobre si mismo para empezar de nuevo sobre lo ya hecho a fin de que eso permita, como puntapié inicial, volver a decir lo ya dicho, sin pensar en lo reiterativo, en lo taimado y resentido de que no encontrar más camino que el de comerse un pan sobre otro pan sea el banquete más delicioso. Lo dicho sobre lo dicho no es comida de zonzos. Vuelve a interpretar lo dicho por mí, por Richard Avedon, Horace Pippin y nos madruga con una idea que de tan original, parece haber sido dicha hace tiempo. El realismo documentado en la obra de Marcos lleva la marca del registro histórico, cotidiano, kitsch y grotesco llevado al extremo en un rostro, una máscara de tigre, un jaguareté, una señora volviendo de la playa con la sombrilla o el mantel de hule del parrillón de Flores.

En los posters intervenidos, Marcos López comete un acto artístico. Visita una parte de la historia para rescribirla. Compra los posters: Ansel Adams, Roy Lichtenstein, la celebración del 4 de julio puestos en unión. Sale de la librería apurado, pensando en la cara del vendedor, si el empleado de la caja cobró bien o mal, camina apurado con los rollos debajo del brazo, como si alguien fuera a descubrir la intensión por detrás. En su estudio de Barracas, devenido en taller, a las 5 am empieza el día: se pone a pintar de manera compulsiva, como rapto creativo destapa frascos de acrílico y comienza a actuar en escenas del pasado capturadas en posters que necesitan una rescritura para redimirse de su olvido desde los años 80. Una pintura nada tímida, aunque un poco ingenua en su trazo pero no en su decir. Esa pintura, ese trazo infantil que retorna intacto y sincero de un largo viaje hacia el futuro. Allí, se vuelve a pensar en la relación de la fotografía, la pintura y el gesto. Una pintura, según dice él terapéutica, para calmar las angustias y ansiedades. Una pintura que permite hablar del gesto humano, del hombre y su contexto. Andy Warhol, Robert Mapplethorpe, Edward Hopper, Richard Avedon. Que distinto es hablar de luz en fotografía y en pintura. Difícil ver el límite en las fotos que se desvanecen en pintura, se derriten por las paredes, desdibujando los límites de la obra, de la colaboración entre el fotógrafo y la pintora, y de la conjunción de un espacio real e ilusorio que se transforma en un agujero negro.
¿Dónde queda la fotografía? ¿Por qué no saca fotos Marcos López? Se cansó de los intermediarios. Necesita el contacto con la realidad. Pide una realidad más cercana, que lo ayude a comprender el devenir de su situación, de su vida y su relación con los otros. Más concreta, más directa: en definitiva, una relación más real que la existencia misma. En la relectura de este texto, escrito y re-escrito, las charlas llevaron a algunas reflexiones. Marcos dice: “La fotografía es otra cosa: el mismo acto de chorrear un pomo entero de acrílico rojo sobre una montaña de un poster de Museo de Ansel Adams, hace que me sumerja con los recuerdos de Santa Fe, la infancia y la escuela de curas”.
La pintura dice verdades, revelaciones aun más icónicas que la fotografía, por su diálogo con el modelo. El pintor entra en comunión con ese modelo y lo siente entre los dedos. Esa comunión, mediada por el pincel rescrita en el poster, enmarcada y colgada, permite una declaración de sinceridad y felicidad. Corre el indio por las pampas burlándose del huinca, y en un grito ensordecedor, declara su espíritu de libertad. Libertad de pintar, hablar y decir lo que se le canta.
Natasha Kinski, el rencor de la gimnasta china que recibe la medalla de bronce y decepciona a su padre. El lado oscuro de Edward Hopper, el fantasma oculto en la aparente calma de la sociedad estadounidense. Esa luz divina atravesando la escena, donde nada sucede pero todo amenaza. La nadadora y su alter ego que le susurra en el oído: - no te preocupes. Hiciste lo que pudiste. Ánimo y adelante, podemos triunfar. Una redención que aparece en la pintura, pinceladas por encima de la fotografía. James Holmes salvando al mundo, desligando a Batman de responsabilidades. Holmes es el guasón que se ríe de nosotros. Lo revelador de este relato construido por Marcos, es la asociación de imágenes, gestos pictóricos y faciales, que va más allá de presentar las cosas como son. En el suplemento elespectador.com del diario El Mundo del 14 de noviembre de 2012, aparece: “Habían pasado 15 minutos de la proyección de Batman, cuando James Holmes apareció en la sala de cine como si hubiera salido de la pantalla grande y mató a 12 civiles. Este asesino vestía de negro, tenía una máscara antigás, un chaleco antibalas, dos pistolas, una escopeta y un rifle de asalto AK-47 ”. Escribirse en uno mismo la verdadera historia, "En el futuro todo el mundo será famoso durante 15 minutos" dijo Andy Warhol. Reinventarse desde una ficción, desde un pasado: apropiarse un relato y hacerlo más propio que de otro. Batman es ahora de Holmes. Holmes, la nadadora, la gimnasta china, Natasha, Andy Warhol y Robert Mapletorpe son de Marcos López. En la época medieval era muy común “borrar” los pergaminos para volver a escribirlos. Hacer uno nuevo era más costoso. Por eso, muchos textos han sobrevivido como palimpsestos. En las obras de Marcos López aparece esta idea de lo escrito por sobre lo escrito. Lo re-escrito que cobra un nuevo significado. En las series de La sirenita de Copenhague, el sireno en el Río de la Plata, una pintura al óleo de ese mismo sireno; una fuente donde el sireno remoja su cola. Una botella de Inca Kola, la fotografía de la botella, un óleo inspirado en la foto, un cartel sándwich pintado con esmalte sintético sobre chapa, no es hablar de lo mismo una y otra vez, repitiendo como un loco. Es como cuando nos contaban los mismos cuentos infantiles para dormir, y aunque sabíamos el desenlace, seguíamos el relato expectantes del final, que nunca era el mismo. Los viajes de Marcos López, en los que va adquiriendo santos, estatuillas, calaveras, para su colección de artesanía popular latinoamericana. La fotografía de la artesanía, el “altar de santos” donde conviven los malandros venezolanos, Evita y Las Tres Potencias. Las piezas de artesanía autóctona de Oberá y la India, en diálogo en la sala de exposiciones. Jimi Hendrix y su alter ego blanco que lo mira desconfiado. Chasman y Chirolita en disputa de cartel. ¿Cuál de los dos es el real? ¿Cuál es el falso? Alguien es protagonista, alguien es un extra.
¿Será la fotografía un terreno en el que es difícil atenderse a uno mismo? No lo se. Soy pintora, y puedo hablar desde lo que se hacer. Como dijo el paisajista chino Shi Tao, “pintar es salvar las cosas del caos”. Es como bailar una danza ritual: dejarse llevar por el ritmo del cuerpo, liberar el impulso latente de dejar todo en la tela. En palabras de Marcos López: tirar toda la carne al asador. Por eso disfruto esta despedida -a medias- de un dispositivo mecánico/digital mediador, a uno manual: el pincel. Una y otra vez. Una despedida que significa una búsqueda hacia algo vivo.