Son mujeres, miradas y miradas, en fotos que no se fijan en el tiempo, que siguen inventando a su objeto todo el tiempo, que siguen postulando un tiempo sin objeto.
Es fama que las fotos simulan mostrar lo que existe. Es bueno que este rumor perdure. Pero hay un punto en que una foto no es más que la forma en que una mirada construye lo que mira. Es tanto que se podría pensar que es demasiado poco.
Cada mirada tiene, por supuesto, una forma distinta de operar: muchas trabajan por sorpresa, se colocan al acecho y fijan, en un salto, el momento preciso -que algunos, incluso, llaman decisivo-. Otras, en cambio, se constituyen en un ojo permanente, que sigue mirando fijo horas y horas y cambia, en cada momento, lo mirado.
Marcos López actúa por insistencia, como la gota que finalmente horada, pero sin final: sus fotos nunca están terminadas, siguen siempre buscando otra razón, otra historia para esas caras que se despellejan poco a poco.
Son, ahora, caras de mujeres. Entre las mujeres de López hay alguna tía santafecina, un par de primas ídem, amigas locales, caras con los ojos abiertos. Todas las mujeres de López tienen los ojos bien abiertos, para que uno crea que puede mirarlas a los ojos. Y miran al ojo que las mira para explicarle todo lo que no quieren ni querrán decir.
Las mujeres de López son argentinas. Las fotos de López son argentinas. Si Sanders no fuera un entomólogo, si Arbus amara a sus modelos, si Mapplethorpe no creyera en la belleza, López sería superfluo. Pero es necesario.
Son argentinas: alguien supone que las fotos de López son una reelaboración de lo autóctono, un resto diurno de su infancia provinciana mezclada con alguna tradición de la vanguardia.
-Soy como la peluquería de la Yoli que se mudó al centro.
Dirá Marcos López, y explicará que él podría ser como un Mapplethorpe que en algún lugar mostrara la hilacha: un trípode mal ajustado, un fondo involuntario, una modelo que se maquilla sola. Ahí está la identidad: bancate este defecto.
El efecto del defecto multiplicado por todos los espacios: López supone que sus imágenes son argentinas, latinoamericanas, y es posible que sean, con perdón, barrocas. En las imágenes de López no hay espacio para el vacío, ni siquiera para la lisura. Todo está lleno de dibujos, tramado, atravesado por marcas: salvo los ojos. Que siguen mirando, y uno sigue mirando, y ya la historia es otra vez, otra.
Las fotos de López se despliegan en el tiempo, se inscriben en el tiempo como si no fueran imágenes, como si remaran. Pero sus imágenes no tienen tiempo.
La fotografía es, más que ninguno, el arte de su época. La fotografía se fecha y hace de su fecha un estandarte: la fotografía es lo que queda de un tiempo cuando ese tiempo se ha ido.
Pero las imágenes de López no.
Esa mujer de tetitas como susurro puede ser del veinte o del treinta; las tres gordas vestidas de crochet y pandereta son de los sesenta suburbanos; la mujer alucinada con monumento doble esta en el intervalo, en el tiempo sin tiempo de un cementerio y mas allá, sosteniendo el pasado como un arco, Grecia clásica conra su leopardo de fin de siglo, de lo que vendrá.
Y todas ellas serían de cualquier otro tiempo si López quisiera. Sus figuras son de cualquier época, o de un cruce de todas. Por mucho menos te insultaban hace un par de años en el barrio, te gritaban posmoderno.
López diría: argentino.
Con perdón. Con amor. Sobre todo con un extraño amor: las mujeres de López han sido, al menos en ese instante, amadas por un ojo. Por un ojo torpón de tan astuto, suave , cómplice, y sarcástico que les desnuda los ojos y el cuerpo que no está y las hace giocondas: amadas con un amor que se parece al deseo, a la ironía, a la piedad, a la unión sobre todo.
López no solo fotografía mujeres. Esta serie forma parte del trabajo que está terminando para un libro que quizá se llame "Retratos" y que se publicará a fin de año gracias a una beca de la Fundación Andy Goldstein.
Marcos López nació en Santa Fe en 1958, vive en Buenos Aires, y mira como nadie, inventando maneras para el tiempo.