Critical beauty
Por Alan Pauls

Marcos López nació en 1958 en Gálvez, un pueblo de 10 mil habitantes de la provincia de Santa Fe, y si hay algo que no tiene es pudor. Se confiesa víctima de cosas que cualquier colega con dos dedos de amor propio barrería abochornado debajo de la alfombra. “Soy obvio”, dice López. “Soy reprimido, soy resentido, soy llorón”, dice. “Me da miedo ser un boludo”, dice. Sus fotos, a la vez crudas y sofisticadas, tristes y cómicas, llevan ya más de veinte años desplegando esa relación de incomodidad que mantiene con el mundo.

No siempre fue así. A los 24, cuando descartó una improbable carrera de ingeniero por la fotografía y se vino a vivir a Buenos Aires, sacaba fotos melancólicas, en blanco y negro, narcotizado por el dolor puro que le producían tópicos clásicos de su disciplina como la locura o la miseria. Después, los años ’80 le inyectaron una dosis de impureza que su obra nunca terminará de agradecer. López fundó un gang dedicado a discutir los problemas de la imagen —el Núcleo de Autores Fotográficos—, se dejó contaminar por las artes plásticas, participó de toda clase de proyectos colectivos y hasta vivió un año y medio en Cuba, donde estudió cine y descubrió —él, educado en el decoro provinciano del sur— los colores-escándalo, la temperatura carnavalesca y la imposible espontaneidad del Caribe. Su primer libro, Marcos López. Fotografías, de 1993, cierra la fase “pura” de su trabajo y abre otra al mismo tiempo realista y visionaria, signada por la irrupción del color, un uso irónico de la puesta en escena y una diabólica perspicacia social, que lo consagrará como uno de las artistas más originales de la Argentina.

En los ’90, Marcos López centrifuga sus influencias (el costumbrismo, el pop, lo latino, el cómic, la publicidad, Antonio Berni, David Hockney, Warhol, Marcia Schvartz, el circo criollo, la épica desesperada de Glauber Rocha, los folklores del interior argentino), define sus temas (los mitos populares, el arte esforzado y fallido que irradian los pliegues de la vida social) y pone a punto un programa artístico que rescata todas sus viejas taras para convertirlas en un arsenal de armas extraordinarias. En manos de López, la obviedad, los contrastes brutales, el “mensaje” y los signos de color local —cuatro materias radioactivas de las que el Arte huye como de la peste— recuperan la intensidad de una fuerza virgen, todavía intacta, y crean un mundo único, a la vez lúcido e inocente, en el que las escenas, figuras y objetos más ejemplares, aunque retratados en sus contextos “naturales”, siempre parecen estar tensos o ligeramente mal ubicados: incómodos.

Las series Pop latino y Sub-realismo criollo no dejan lugar a dudas: el verdadero objeto fotográfico de López es el estereotipo. O eso que él mismo llama “la textura”. Viejo rehabilitado de la escuela del dolor puro, López es un artista de la distancia: no retrata el subdesarrollo sino su “textura”, es decir: el punto delicadísimo en que lo social deja de ser una materia bruta, sólo digna de ser mirada (y por lo tanto candidata a padecer todos los paternalismos), y empieza en cambio a mirarse, a pensarse, a representarse con un incipiente, tímido, modesto espesor estético. “Voy con el auto y paro porque veo la textura del subdesarrollo en un quiosco: un cartel que dice ‘Todo por un peso’, pero antes decía ‘Todo por dos pesos’”. Cuando fotografía a una familia argentina recreando en clave de asado popular La Última Cena o a un gordo que viste la camiseta de la selección nacional de fútbol, López no mira el mundo social; mira ese momento en que el mundo social le hace señas y luego lo pone en escena con trazos gruesos, con todo el instrumental que cualquier fotógrafo descartaría: primeros planos, fondo-figura, grandes angulares… Marcos López no siente que haya nada que ocultar, nada que disimular, nada que matizar. La fotografía es en sus manos el camino más corto que hay entre el sufrimiento y la gracia, el cinismo y la piedad, la emoción y el artificio, la Crítica y la Belleza.