La zona
Buenos Aires, 2012

En el sur, en las salvajes pampas donde habito, todavía existen gauchos, que cuando tienen hambre, enfilan el caballo hacia alguna vaca particularmente despistada, de esas que se alejan del rebaño distraídas, y quedan solas, a diez o quince metros del grupo principal, se bajan a la distancia exacta para que la vaca no se espante, caminan despacito, murmurando, canturreando unas sílabas que justamente repiten la palabra vaca, con las "a" mas alargadas, intercalando otras palabras como "quieeeetaaaa... " "aacaaaa..." ( diciendo vaca, pero en forma mas gutural, sin la v corta ). Como si el animal entendiera el idioma. En un momento la vaca deja de pastar y lo mira a los ojos. Piensa. Procesa la situación y confía. Se queda quieta, como hipnotizada. El gaucho le acaricia la parte central de la cabeza con la mano izquierda, se para bien, con las piernas entreabiertas, las rodillas un poco flexionadas, una pierna adelante pisando fuerte y la otra atrás, bien apoyada, y en un mismo movimiento la agarra de la oreja y con la otra mano saca el facón de la cintura, y en un solo movimiento le clava el facón en el cuello. Se lo entierra hasta el mango, y hace un sonido con la voz, sacando la energía de la parte baja del estómago, que suena parecido a un gemido de orgasmo y al sonido que hacen los karatecas cuando rompen maderas o cuando luchan, y se pegan patadas como muñecos tontos.

La vaca cae y se desangra. Hace casi lo mismo que el torero, pero con una diferencia sustancial: el gaucho la traiciona. En la situación final, en el desenlace donde se paran frente a frente el toro y el torero, hay un par de segundos donde se miran a los ojos. El gaucho mira sesgado. Disimula. Se aprovecha de la confianza.

Luego, ata el caballo haciendo un nudo con la rienda enroscada a un ramillete de pasto. Paja brava. Busca un árbol. Junta ramas. Algún tronco mas grueso mientras pega unos gritos de triunfo para avisar a los amigos.

Se juntan en círculo (los imagino en cuclillas, de la misma forma que los hombres prehistóricos), hacen un fuego, comen como bestias pedazos de carne chamuscada, medio cruda, y dejan el resto a los caranchos. Mientras comen, toman largos tragos de aguardiente con el bocado a medio masticar. Se hacen buches. Escupen. Se ríen. Se emborrachan. Hablan al pedo. Disfrutan. Hablan de mujeres. De muertos. De fantasmas…

Esa es la primer imagen que se encarna en mi cuerpo cuando pienso en la palabra patria. Enseguida después viene el olor, la textura, la escena donde descubro el placer erótico, sensual, primario, profundamente bello que encierra el mestizaje. La América profunda. Casi india: una empleada doméstica, Odolina, que se termina de bañar en el fondo, en un bañito que había en el patio, en la casa de mi primera infancia en Gálvez. Se peinaba, se desenredaba los cabellos lacios negros azabaches, con la cabeza gacha, hacia adelante, con las piernas un poco abiertas y en ojotas.

Recuerdo -como si fuera ayer- el olor a shampú barato, a campo, a mañana de vacaciones de verano y me fascina. Luego me conecto con una tarde de mucha humedad, calor de otoño en Santa Fe, mas o menos a los dieciséis años, saliendo de un cine de arte que se llamaba Chaplin. El único cine club de Santa Fe. Quedaba al fondo de una galería comercial oscura, deprimente, donde fui a ver Stalker, la zona de Andrei Tarkovsky. Salí del cine como levitando.

Seguramente fumando Parisiennes.

En esas cuadras, del centro (la calle San Martín) hacia mi casa de la calle Güemes, creo que fue el momento donde tuve la idea -un borbotón desordenado de imágenes borrosas donde seguramente conecté con un estado de conciencia paranormal, diferente al razonamiento cotidiano y me di cuenta de quería ser artista. O que ya era un artista: alguien que tiene la necesidad imperiosa de hablar todo el tiempo de lo que siente. De mi mismo. De mi entorno: esa calle brumosa, el cine pegajoso, la costanera, la laguna...

De lo frustrante que resulta constatar día a día la imposibilidad de construir un país más digno, más justo, más solidario.

La necesidad de dejar un registro.

Exorcizar.

Dejar constancia.

Marcos López