Crimen y castigo
31 diciembre 2012, Buenos Aires

No hay concepto. Hay una compulsión maníaca por generar imágenes que expresen y/o movilicen emociones. Hay angustia, miedo a la muerte, resentimiento, sed de venganza, placer por mirar/registrar/coleccionar imágenes digitales de una ciudad -Buenos Aires- que va a colapsar dentro de 15 años.

Felicidad -ayer- al ver unas buganvillas (¿glicinas?) (¿santa ritas?) violetas engamadas con el cielo celeste, que salen de un tapial en una casa de Barracas, alegría de que existan los vallenatos colombianos, admiración por los poetas que escribieron las letras de mis vallenatos preferidos; melancolía, deseos permanentes de escupir para arriba: me importa tres carajos el mercado del arte, la publicidad, la moda y el diseño. Que es lo mismo que decir: necesito estar, permanecer, en la moda, en la publicidad, en el diseño y en el mercado. Necesito el dinero. Me gusta el dinero para pagar horas y horas de taxis fletes para llevar mis escenografías adonde se me canten las pelotas. Cueste lo que cueste.

Necesito provocar, decir malas palabras. Repetir frases de la escuela secundaria: como hermana no tengo, con la tuya me entretengo. Refritar frases hechas: "Patria o muerte ¿Venceremos...?" .

Hacer chistes: "Hasta la victoria, secrets".

Citar a Glauber Rocha: "no me exijan coherencia". Hacer cada vez más lo que me da la gana. Hasta cansarme. Hasta retirarme a tiempo como Nicolino Locche.

Bordar ñandutíes, hacer un "foto-reportaje " en la Villa 31, fotografiar jacarandaes como Aldo Sessa, agarrar un libro de Robert Mapplethorpe y tratar de pintar con acuarelas sus retratos, descreer cada vez más de toda la clase política y de todos los dirigentes. Los de la ciudad, los de la nación y especialmente de una mujer sonriente, con cara de nada, redondeta, en una foto de plástico gigante con fondo verde que está en la esquina de Corrientes y Montevideo. Una verdadera vergüenza ecológica, institucional, moral y ética, gastar dinero en esos carteles obscenos.

Me gustaría ser otro. Me gustaría pintar igualito a David Hockney. Me gustaría cantar en las iglesias en el coro las canciones que se cantan cuando entran los novios para casarse. Cantar el ave maría y llorar. Llorar mucho en la iglesia, escondido en el cuartito de los monaguillos.

Ayer, iba en auto por una callecita empedrada cerca de Puerto Madero, miré de una manera demasiado fija, notoria, a un cartonero que estaba tirado comiendo fideos fríos con su compañera arriba de unos colchones, plásticos, botellas, decenas de objetos, y el tipo se dio cuenta de mi manera de mirar. Exagerada. Se paró, se acercó a 30 centímetros de mi cara, y me dijo:

"Que mirá, gato, pensá que te vuá chorear?"

Bajé la vista y no le contesté. Obviamente. Esperé quince milisegundos a que se ponga en verde el semáforo y arranqué. Con la cola entre las piernas. Con una especie de vergüenza, emoción, desolación, que pienso que me va a durar hasta el año que viene. Hasta mediados del 2013.

Marcos López