Blanco y negro
Buenos Aires, 2008

Mi tía Delia, que se crió en el campo, contaba que sus padres a los doce años la mandaron en un tren, sola, a estudiar pupila a un colegio de monjas y hasta la Navidad siguiente no la vieron. Así estuvo, hasta que se recibió de maestra, a los dieciocho años.

Mi madre se quedo huérfana cuando tenía seis años. No podía entender por qué su mamá se había muerto, en un cuarto que ella recuerda como muy grande, blanco, soleado, cuando le habían contado el dicho popular: “Donde entra el sol, no entra el médico”. Es muy emocionante escucharla contar ese relato. Lo cuenta como algo natural. Con asombro. Sin tristeza. Luego la criaron dos tías solteras, su tía Juana y su tía Lola, hermanas de mi abuelo José Rodríguez. Inmigrantes españoles que llegaron a América desde Galicia a principios de siglo XX. Juana se casó ya grande con un sobreviviente de los campos de exterminio de la Alemania nazi, Denny Lichtenstein. Lola se quedó soltera. Mi abuela paterna también llegó de España. María Bezos. Modista. Enviudó cuando mi papá tenía cinco. Apenas llegó, se casó con un criollo, de tez aceitunada y pelo lacio renegrido. Pedro López. Cartero. Oriundo de Santa Fe. Mi abuela era una modista que llego a tener diecisiete oficiales -así se les decía a las ayudantes-, y les hacía los vestidos de fiesta a las mujeres de la alta sociedad santafecina. Trabajaba de sol a sol. Nunca se volvió a casar. Ya de vieja, en los años 60, a mis primas les hacía un vestido largo, de fiesta, en una tarde. Las chicas compraban la tela el viernes, para la fiesta del sábado a la noche. Dice mi padre que mi abuela cortaba la tela sin molde. A ojo. Casi sin tomar las medidas.

Estas escenas están en mí. Soy eso. Las marcas a fuego de las más íntimas emociones personales se conjugan con el devenir de un pueblo y así se forma lo que llamamos identidad cultural. Entre las grandes “causas” y el llanto contenido de una joven en la soledad infinita de un claustro de monjas, añorando un abrazo materno, un domingo a la noche.

Mi mamá. Santa Fe, 1992

Así somos. Nietos mestizos de criollos con gallegos, tanos, judíos rusos, polacos, que a fuerza de la prepotencia del trabajo se empeñaron en construir un país en estas salvajes pampas, donde el gauchaje estaba acostumbrado a matar una vaca para comerse un par de bifes y dejar el resto a los caranchos. A mí no me gusta la prepotencia. Ni del trabajo de ni de nada. Tampoco me gustan los gauchos sabelotodo, que miran de reojo y se ríen si uno se sube al caballo con la pierna equivocada. Yo soy zurdo. Y estoy seguro de que al caballo le da lo mismo. Me gusta perder tiempo. Buscar refugio en la escritura. Que nadie me moleste y así poder estar en paz comulgando con mis ancestros, con mis otros yo. Con mis muertos. Con los amores que no han sido, con los que están y con los que no serán. Recordar mi juventud en Santa Fe: salgo a caminar después del almuerzo desde mi casa de la calle Güemes, bajando por Balcarce hacia el puente colgante, cortando camino por abajo de la autopista, un día de otoño húmedo, con cielo gris, con las olas de la laguna que rompen pegando sobre la baranda, salpicando agua, haciendo el clima insoportablemente pegajoso. Me quedo un rato largo. Me apropio de ese lugar de nadie para poder ser libre. La fotografía tiene relación directa con la melancolía. Con la muerte. Es una frase hecha. Estaba evitando decirla pero se tipeó casi sola.

Años más tarde, tuve la misma sensación en Cuba. Me identifiqué con la gente que se sienta a mirar el mar en el malecón de La Habana. Parejas, niños, viejitos, gente sola. Algo complejo, de mucha belleza. La misma sensación melancólica de lejanía, de desear otra cosa… La ilusión de sentir que esa laguna marrón llena de camalotes estancados, que estaba a cuatro cuadras de mi casa, que sin mucho esfuerzo, y aunque hubiera bruma, dejaba ver nítidamente la otra costa, era el mar. El inmenso mar. Todos los mares. La vida por delante: Esparta, Atenas, Troya, Ulises, los barcos negreros de esclavos africanos llegando al norte de Brasil, los barcos piratas del Caribe, la balsa KonTiki desafiando las tormentas del Pacífico Sur, los conquistadores, los vikingos, yo mismo reencarnado en la figura de Fernando de Magallanes, desaforado, dando órdenes, sofocando motines, loco de hambre y de pasión, embriagado de vanidad y de estúpido poder, cruzando glorioso las aguas del estrecho y descubriendo, sin saber, Tierra del Fuego.

Marcos López